Entra, observa la habitación. Sale. Mira directamente el número de su departamento, no está equivocado, sabe a ciencia cierta que es el mismo episodio una y otra vez. El sueño de cada noche, como si los pasos que diera en retroceso pudieran cambiar las cosas. Mientras la luz del sol hace que las cortinas se hagan más brillantes, como un verde casi amarillo a punto de estallar en la putrefacción. Ahora ve la realidad desde su cuarto blanco. Grita que es inocente, INOCENTE, los cabellos se han puesto blancos y sus manos han estado atadas por más de cinco horas. Sus vísceras no aguantan, la cabeza le da vueltas, su cara se pone amarilla, su estómago se vacía frente al piso grisáceo lleno de polvo. Sabe que sólo puede respirar en el amanecer, cuando el sueño repetido termina. La noche llegará, esta vez entrará sin mirar el número, rezará para no encajar la daga sobre la espalda de su mujer, la abrazará, un suave beso recorrerá el cuello, y él nunca volverá a ver la habitación blanca en la que ahora lo encuentran, abrazado a sí mismo, besando el aire, con sus ojos como si mirara algo, como si soñara.
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